El tonto en realidad no siempre es tonto. Al menos no con particularidad. Sagaz para los negocios, un sinvergüenza total. De aquellos que no se inmuta al pagar la cuenta y se cuela en cualquier lugar. El tonto también es inteligente y muy vivaz. Con un coeficiente superior al resto, va por la vida teniendo en jaque a los demás.
Pero el tonto por algo es tonto y no exactamente por simple aburrimiento. Sepamos que su perdición es una mujer, experta en volverlo estúpido, retardado, lerdo, crédulo, patético, un cojudo total. Lo embruja lentamente y lo amordaza con la sutileza de una serpiente cascabel, envolviéndolo en la efímera felicidad de una cogida sobrenatural -que fue sobrenatural sólo para él-.
Al tonto siempre le gustaron los cómics, quizás por eso le sea tan simple creer las inspiradas y delirantes historietas con las que se excusa su traicionera amada. Pero si de tanto en tanto -en un momento de pseudo lucidez- una historieta no es lo suficientemente convincente, siempre es buena la falsa promesa de un mañana mejor, que a él -tolerante pusilánime- le renovará la esperanza de un amor sin igual.
El tonto sabe que es tonto y no le importa. Le gusta la mierda en la que vive -o mejor dicho se revuelca- y la disfruta. Sentirse víctima es excitante y hasta orgásmico. Luego, ser comprensivo es divino y celestial. El tonto ya se ha hecho a la idea que no hay mujer que lo respete, por eso siente que es mejor furcia ya conocida -así sea histérica, conchuda y caradura- que furcia por conocer.
El tonto es feliz siendo tonto, o al menos eso cree. Lo cierto es que mucha gente nace con esa vocación -la de incólume tonto del amor-, pero pocos son los que tienen el desparpajo de afrontarlo con el valor -o sublime descaro- con el que lo hace nuestro querido tonto. Como sea, si de algo está seguro el tonto, es de que es un tonto útil, al menos para su desalineada e impresentable compañera
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